José María Arreola, el curioso.
Historia 008
Desde nuestra actualidad, quizá nos resulte difícil comprender el espíritu de aquel muchacho joven que parecía tener ansias de conocer, comprender y saberlo todo. Por ello se encaramaba en cualquier techo que tenía a mano, para ver pasar nubes y astros. Se pertrechaba en la ventana mejor posicionada, para estudiar el horizonte volcánico con verdadera fruición de estoico. Y emprendía auténticas excursiones al pasado, para analizar y reflexionar sobre textos e imágenes extraños. Casi al grado de la obsesión, su vida era regida por observaciones que más que contemplativas, eran racionales, pues todo documentaba pacientemente, de todo intentaba obtener respuestas para comprender sus significados.
José María Arreola, ese joven amante del cosmos, nació en un momento y en un lugar en donde podías verlo todo, y todo esperaba aún por ser descubierto, al menos científicamente. En 1870, tanto en su natal Zapotlán el Grande, como en la que lo adoptaría por muchos años, la ciudad de Guadalajara, había campo libre en el horizonte geográfico. Fuera de las iglesias ―que eran las edificaciones más altas con sus torres campaneras que rasgaban el cielo―, la mirada curiosa podía llegar hasta los cerros cercanos; y en aquel cielo límpido ―si se quería― incluso a las estrellas. Quizá no sólo por ello sus techos proveyeron de incipientes observatorios, sino que tantos hombres de ciencia formados en el siglo XIX, pertenecían a la vida eclesiástica. Como es el caso de quien nos ocupa.
Además, muchas cosas estaban ocurriendo en aquellos años de finales del s. XIX y principios del s. XX. Por un lado, las sacudidas tectónicas fueron muchas e intensas en todo el globo, suscitando con ello una creciente preocupación general por comprender ― y quizá dominar― la naturaleza de aquellos fenómenos. Su propia vida estuvo enmarcada por la actividad del volcán de Colima, que señoreaba el pueblo en el que nació. Con seguridad que no se hablaba de otra cosa que de la gran erupción que había tenido lugar un año antes de su llegada al mundo, y que había cambiado radicalmente la topografía de aquel coloso de fuego. Y la memoria se mantuvo fresca, merced de estruendosos recordatorios los años siguientes.
De manera que no es de sorprender que su mirada haya reparado en aquel montículo, al que después dedicaría tantas horas de vigilancia. Ni tampoco que haya formado parte de la nueva generación de estudios geológicos que en los albores del siglo XX, impulsó el establecimiento de observatorios meteorológicos y vulcanológicos. Aquí, en nuestra región, nuestro curioso pertinente fundó uno 52 años después del primero del mundo (1841 en Italia), y 33 años más tarde del esfuerzo nacional por hacer el propio. Como resultado de su total entrega a los temas de su interés, “predijo” con sorpresiva precisión la serie de sismos que tuvieron en vilo a los habitantes de la ciudad de Guadalajara durante varios meses del año de 1912, y que llevaron a que gran cantidad de edificaciones fueran apuntaladas, muchas familias se instalaran en parques y jardines públicos en casas de campañas, y tantas más abandonasen la localidad. Y documentó, como nunca antes se había hecho jamás, la erupción explosiva que tuvo el volcán de Colima un año después, con detalles más allá de la fecha y destrozos de la catástrofe.
Por otro lado, a través de los nuevos desarrollos tecnológicos, se experimentaba una conexión mundial que permitía el intercambio cada vez mayor de materias, productos e ideas. Y nuestro muchacho no podía ser ajeno a todo ello. Creció en medio de un remolino de novedades, en el que las máquinas y la electricidad comenzaban a ocupar espacios centrales en la vida cotidiana. De repente, la ropa provenía de fábricas, el aguardiente sabía mejor y duraba más tiempo, y la comunicación a distancia acortaba sustancialmente sus tiempos de espera. Las personas y los paisajes podían ser inmortalizados en papeles o placas. La oscuridad ya no era iluminada con una danza tenue de flamas, sino con la potencia más o menos constante que podía brindar el movimiento del agua. Se planteaba la posibilidad de adentrarse en las profundidades del océano sin que a la ropa le cayera una sola gota de agua. Todo ello, gracias al dominio de la química y la física.
Perteneció a la generación de jóvenes que se beneficiaron con el estímulo a los estudios científicos, y el impulso a inventores y técnicos que proveyó el gobierno mexicano en aquellos años, con la intención de industrializar el territorio y renovar los sistemas productivos del país con sus conocimientos e invenciones. Lo que le llevó a participar con avidez en conferencias, congresos y exposiciones en donde pudo conocer otras ideas, inventos y avances científicos, a la par que compartía los suyos. Con esta importante labor educó y difundió temas importantísimos a miles de personas, ayudó a construir las bases de la identidad regional y a poner a México en el mapa mundial hablando de volcanes, sismos, lluvias y manchas solares; lo mismo que de símbolos y lenguas de las culturas prehispánicas o la conquista, sobre todo después de su colaboración con Manuel Gamio ―padre de la arqueología moderna―, en la zona de San Juan Teotihuacán, y que produjo una de las primeras investigaciones arqueológicas, antropológicas, científicas e interdisciplinarias del mundo.
Así, mientras crecía y aprendía del universo y de sí mismo a través de una lectura insaciable, José María Arreola se reconoció en el mundo, pero también ayudó a construirlo. Pero no se trata sólo de estar en el lugar y tiempo correctos, sino de su proclividad a la acción. Donde no había camino, él lo hacía; si hacía falta, sólo se invitaba. Cómo da muestra de voluntad en dos de los documentos que sobre él se conservan en el Archivo Histórico de la Universidad de Guadalajara, en los que se ofrece para impartir clases. Lo que lo llevó a ocupar una de las sillas privilegiadas en la discusión sobre la fundación de la Universidad de Guadalajara que encabezó el Gobernador en turno.
Cuando se hubo reinstalado de vuelta en nuestra región José María Arreola, al dejar de funcionar la Escuela Industrial Federal en donde enseñaba, pronto encontró oportunidad para contactar a José Guadalupe Zuno, entonces Gobernador del Estado, para ofrecerle sus servicios educativos e impartir con gusto “alguna o algunas asignaturas de los programas oficiales en cualquiera de los establecimientos de enseñanza superior [del] gobierno”. Justo en esos días de 1925, el primer mandatario estaba por comenzar con las discusiones que llevarían a la fundación de la Universidad de Guadalajara, como parte de la reorganización del servicio de instrucción pública del Estado que emprendía. De manera que lo incorporó al grupo de expertos que sobre el tema verterían sus más sesudos consejos. Un Arreola ya experimentado y bien formado, integró la Comisión encargada de presentar el proyecto referente a la nueva Escuela Industrial, junto con Adrián Puga y la señorita Catalina Vizcaíno. Esta tenía la intención de formar comerciantes prácticos y técnicos que proveyeran de insumos manufacturados esenciales como licores, dulces, envases, vinagres etc., que permitieran explotar la riqueza natural de cada lugar.
Ya en funcionamiento las nóveles escuelas, de nueva cuenta su sentido de oportunidad le llevó a que ante las dificultades que tuvo la Escuela Politécnica en 1926 para instruir a 68 interesados sobre el fotograbado, él mismo se propusiera para llenar el hueco, además de facilitar las máquinas y útiles imprescindibles para establecer un taller en el que los alumnos pudieran hacer sus prácticas. Y, aunque es cierto e indudable su pasión por la investigación de la ciencia pura, también es innegable su preocupación por que ésta tuviera una aplicación práctica y técnica.
Muestra de su pragmatismo resultan tanto las retribuciones que solicitó por la donación del equipo necesario para la clase de fotograbado, de utilizar sus instalaciones y disponer de la energía eléctrica para realizar “trabajos de encargo para el público”. Como la que exigió tras la realización del inventario de la imprenta de la misma Escuela Politécnica, para disponer de los tipos de madera desechados y las matrices defectuosas de Linotipo, con la intención de formar muestrarios que le permitieran entrenarse en la enseñanza de su fabricación y resolver varios problemas que se le habían presentado en sus trabajos para producir letras de imprenta. Ambos episodios revelan a la vez su gran afición de coleccionista de aparatos y su fascinación por construirlos aprovechando cualquier recurso a mano.
Pero sus conocimientos no sólo mejoraron la vida académica de los universitarios, a quienes también legó su biblioteca personal y su colección arqueológica, a cuál más de amplia. De igual forma fueron puestos al servicio de la población tapatía en general, a quién dotó de jabones y perfumes a través del pequeño puesto de madera que atendía su hermano en el Jardín Corona. A lo largo de sus 91 años, tuvo la vocación y oportunidad de impartir infinidad de materias en las diversas dependencias adscritas a la Universidad de Guadalajara, mostrando en todas gran eficacia y siempre una “amplitud de criterio”; como él mismo manifestó a Zuno.
En reconocimiento a sus grandes aportes, en vida se le dedicaron al menos dos Homenajes, uno en 1945 en el Paraninfo, a instancias del Concilio Mexicano de Ciencia y Tecnología, los Clubes Científicos de México, el Bloque de Obreros Intelectuales, la Sociedad de Química de Guadalajara, el Club Rotario y la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Y otro probablemente hacia 1955 en el Museo del Estado de Jalisco del cual da cuenta la imagen, en donde su enjuta figura —que aparece resguardada en la primera fila por ambos flancos—, no refleja el vasto y maravilloso mundo interior que habitaba en ella.
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